domingo, febrero 17, 2013

Santa María y la predestinación a la desmemoria

Joel del Río
digital@juventudrebelde.cu
16 de Febrero del 2013 18:10:38 CDT
Quienes cuentan con acceso a Internet pueden disponer de numerosos trabajos críticos donde se razona sobre los descalabros evidentes en Santa María del Porvenir, la telenovela distanciada, teleserie posmoderna, dramatizado de misteriosa indeterminación, que actualmente ocupa el horario estelar de la Televisión Cubana.
Quienes dispongan solo de la propia televisión o de la radio para informarse, tal vez no tengan una magnitud tan exacta de cuánta inconformidad ha despertado el mencionado producto audiovisual entre la crítica especializada, periodistas animados al comentario útil, y numeroso público necesitado de expresar su descontento. Algunos actores y actrices, e incluso importantes miembros del equipo realizador, acusan a los insatisfechos de hipercriticismo, o tratan de explicar la abierta hostilidad de los televidentes alegando el enviciamiento con el melodrama que nos impide disfrutar, como debiéramos, de propuestas tan osadas, intergenéricas y mordaces como esta.
Aunque nunca he consultado las encuestas de opinión para escribir y publicar la mía, y en varias ocasiones quedé en la acera del frente del consenso mayoritario (recuerdo que hace poco varios espectadores acusaron de ofensiva mi diatriba contra ese bodrio llamado Doña Bárbara, que la Televisión decidió honrar con una retransmisión), esta vez es muy difícil escribir algo que pase por novedoso cuando mi opinión coincide, matices más o menos, con la misma que todo el mundo ya comparte, en Cuba y fuera de ella: Santa María… se cuenta entre los espacios dramatizados más penosamente disfuncionales producidos en los últimos cinco o diez años.
Los errores comenzaron, según creo, en la idea original y su desarrollo a través del guión, en la aprobación y puesta en marcha de un proceso productivo larguísimo, costoso, cuando el basamento literario podía despertar prevenciones hasta en el menos avisado, y la cadena de dislates, en lugar de aminorarse —como seguramente alguien creyó equivocadamente—, se agigantó a lo largo de una puesta en escena impropia, realizada como para tomar venganza de una historia bulliciosa pero inasible, y de personajes inertes, metidos en situaciones dudosamente risibles.
Hay decenas de vías para tratar de explicar las razones del fiasco. En primer lugar, está la confusión de los hacedores respecto al género y al tono dominante, y este problema afecta desde los diálogos hasta la dirección de actores. Algunos personajes se comportan como parte de una farsa, extravagante y extraña, que tal vez se interese en sostener una cuota de credibilidad; otros aterrizan de lleno en el grotesco y la comedia bufa, costumbrista o vernácula, ausente de toda sutileza o verosimilitud, mientras que un tercer grupo pretende mantenerse fiel al género gansteril o de aventuras (con todo el tema del dinero perdido que algunos intentan recobrar). Por último, queda algún que otro resquicio abierto a la comedia romántica, porque la trama está llena de parejitas, triángulos, adulterios y de amores más o menos difíciles, o transgresores de las barreras clasistas, como le asienta a cualquier melodrama ambientado en los años 50.
De este modo, capítulo tras capítulo, se amalgaman chistes de dudoso gusto, y lo grueso o improcedente del humor (¿alguien pudo creer que la parodia a San Nicolás del Peladero podía ser una opción dramatúrgicamente viable a estas alturas, o que los paradigmas necesarios para perfilar este pueblo y sus habitantes fueron Macondo y Roque Santeiro?) tal vez carecería de tanta importancia si el espectador pudiera seguir un argumento de interés, respecto a temas como el dinero que cae del cielo, la ambición y las clases sociales, el desgobierno, la corrupción, y la pugna entre moral burguesa y realización sexual.
Para que el televidente acepte o disfrute la trama es preciso, imprescindible, que se identifique con algunos de los personajes. Pero la desmadejada y deshilachada trama apenas logra cohesionar, y mucho menos conferir, móviles tangibles, crédito, gracia o espíritu, a un sinfín de personajes, casi todos concebidos cual caricaturas banales, y por eso mismo inoperantes, pues no se entiende muy bien de qué se están burlando.
Por si fuera poco, con la fragmentación y los problemas de tono, aburren los ritornelos de los cargantes estereotipos y las congeladas máscaras, tanto de los «buenos» como de los «malos». A la poca gracia de los textos, las situaciones machaconas en torno a un solo chiste, y los desangelados personajes, se añade la incompetencia para el humor, ya sea farsesco, paródico, blanco o negro, de la mayor parte del elenco, casi todo inexperto en las lides de hacer reír al respetable. Por supuesto que algunos logran salvarse del naufragio a fuerza de incombustible profesionalidad, o porque simplemente sus personajes contaban con mayores posibilidades.
A destacar, el alcalde con prurito de Rubén Breña, quien verifica un arriesgado «desaguacate» expresivo que lo aleja de su habitual contención; Daisy Quintana borda la viuda mosquita muerta y vuelve a dar testimonio de sus dotes como notable comedianta, y Osvaldo Doimeadiós triunfa otra vez, por encima de riesgos casi invencibles, en la empresa de estar metido dentro de un cuadro haciendo reproches desde la muerte, un papel casi imposible para cualquier otro histrión que carezca de sus recursos.
Además de los mencionados personajes y actores, hay varios otros que consiguen mantener el decoro profesional, e insuflarle al tedioso decursar de la trama algunas ráfagas de comedia costumbrista clásica, por definición vinculada al relajo, el choteo y la gozadera cubanísimos, en este intento de construir un pastiche con aires de nostalgia y moralejas adjuntas.
Materia mucho más dúctil y grávida de sugerencias encontró el director Rolando Chiong en el texto de Maité Vera para Al compás del son, con la cual Santa María… comparte, en cuanto a virtudes, el empaque y prestancia de los créditos de inicio y final. De todos modos, nunca sabremos el talante del guión original de Gerardo Fernández, puesto que Lucía Chiong le añadió una serie de historias y situaciones para alargar la trama y cumplir con el requerimiento de 45 minutos por capítulo. Tampoco interesa saber si el trabajo enriqueció o menguó los valores, lo único que importa ahora es asumir con franqueza y responsabilidad que los resultados distan años luz de lo que debía esperarse en una serie anunciada durante meses a bombo y platillo.
No soy de los que opina que Santa María del Porvenir tropezó con el eterno pedrusco de la insuficiencia de recursos en la puesta, o debido a los múltiples anacronismos, o por lo poco creíble de un avión de pacotilla que salió al principio. Todo ello se pudo naturalizar desde la parodia inteligente y fina a los géneros traídos a cuento. Solo había que tener cuidado, pulso firme en el hilado, y evitar el contrasentido de parodiar la parodia (en el caso de las alusiones a ...el Peladero), puesto que esta doble negación muchas veces conduce al aniquilamiento de la intención humorística, como ha ocurrido en este caso.
En mi opinión, las razones del tropezón hay que buscarlas también en un torpe o ambiguo manejo de códigos genéricos demasiado dispares, e incluso contradictorios. Cuando el creador conoce a fondo el manejo de lo gansteril y del melodrama, insisto, cuando los conoce muy al dedillo como si se tratara de su pañuelo, solo entonces puede ensayar con la burla de sus dicotomías, lugares comunes, estereotipos y situaciones reiterativas. Sin embargo, deviene patético el empeño por hacer reír con la burla de algo cuyos fundamentos indudablemente se desconocen casi por completo, como evidencia el tratamiento trivial de los gánsteres implicados, con «mujer fatal» en el medio, o el aturdido propósito de ironizar respecto a cada resquicio trágico del argumento, o colocar a un actor en situación de melodrama y que luego la música o el sonido burle su empeño.
Quisiera disponer de suficiente fe en la capacidad de la División de dramatizados de la Televisión para acumular experiencias y aprender de los errores. Tal vez haya que ensayar en el futuro diferentes dispositivos de producción cuando se enfrentan propuestas estéticamente arriesgadas. Quizá sea imposible lograr un producto satisfactorio para este espacio dramatizado siempre y cuando los guionistas se atrincheren en preceptos teóricos que los apartan del público masivo, los realizadores crean que pueden emplear nuestros menguados recursos en tratar de parafrasear, sin mucho sentido, a los hermanos Coen, y los directivos permanezcan desdeñando, consciente o inconscientemente, la necesidad del auditorio de disponer de entretenimiento culturalmente válido, estéticamente contemporáneo, e intelectualmente apto.
Estoy convencido, no obstante, de que siempre y cuando se manifieste la imposibilidad de nuestra Televisión para aprender de sus propios errores, se pondrá en evidencia la enorme capacidad del público cubano para el desaire, la distancia y la desmemoria. «¿Qué novela?», respondió una encuestada cuando le solicitaron opinión sobre el dramatizado cubano que sale en horario estelar los lunes, miércoles y viernes.

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